Nacida en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), licenciada en Farmacia y en Ciencias Religiosas, ha vivido su misión como consagrada del Regnum Christi en Irlanda, Estados Unidos, México, Argentina y España, dejando una huella imborrable. “Creo que Dios me ha dado un gran don y sensibilidad por la evangelización, y por acercarme a las necesidades de los demás”. En México, en los años 80, inició y proyectó Juventud y Familia Misionera, uno de los apostolados más importantes del Regnum Christi, y desde entonces ha acompañado a generaciones enteras en su encuentro con Cristo.

El 5 de abril cumples 50 años de vida consagrada en el Regnum Christi. Si miras atrás, ¿qué te llevó a dar ese “sí” hace medio siglo?
Responder al llamado tan claro de Dios, después de 3 años que me había resistido. Ahora agradezco a Dios su paciencia, seducción y llamada con tanto amor.
¿Cómo descubriste tu vocación? ¿Hubo algún momento clave en el que sentiste con claridad la llamada de Dios?
Cursé mis estudios en la Compañía de María hasta primero de Bachillerato, y fue allí donde experimenté por primera vez el llamado de Dios. Más adelante, mi familia se trasladó a Madrid y, estando en segundo de carrera, conocí el Regnum Christi gracias a mi mejor amiga, justo cuando comenzaba a dar sus primeros pasos en España. Me asocié y, poco a poco, fui confirmando en mi interior ese llamado divino.

En aquellos primeros años de la vida consagrada en el Regnum Christi, tú y tus compañeras estabais abriendo camino. ¿Cómo recuerdas esos inicios?
Nos asociamos al Regnum Christi doce jóvenes el 31 de mayo de 1971, en una casa de retiros en Cubas de la Sagra, Madrid. Cada domingo por la mañana nos reuníamos en el Colegio Mayor Hispano Mexicano para vivir nuestros Encuentros con Cristo y formarnos a través del estudio de los documentos del Concilio Vaticano II. Con el tiempo, el grupo fue creciendo, y adquirieron una casa en la Plaza de Argüelles que, ya siendo unas 40 universitarias, nosotras mismas pintamos y decoramos. Como no contábamos con recursos económicos, improvisábamos los primeros muebles y asientos apilando guías telefónicas amarillas. A pesar de las limitaciones, se vivía un ambiente de gran alegría, corresponsabilidad, compromiso y profunda espiritualidad.
Jesucristo, mi centro, criterio y modelo de vida, su fidelidad
Si pudieras hablar con la Mari Carmen de 1975, ¿qué le dirías?
Que lo volviera a hacer. Aunque en la vida se pasan por muchas etapas, a veces no fáciles, pero por el Señor que nos ha seducido y llamado merece la pena. Él es fiel.

Has trabajado con jóvenes, adultos y familias en distintos países y contextos. ¿Cuál dirías que ha sido el motor de tu misión apostólica?
Tener a Cristo como centro, criterio y modelo de mi vida. Dar a conocer el amor que Dios nos tiene, el Evangelio, ofrecer fundamentos sólidos de nuestra fe católica, y ayudar a nuestra Madre la Iglesia. Creo que Dios me ha dado un gran don y sensibilidad por la evangelización, y por acercarme a las necesidades de los demás. En todo, y también como decía San Juan Pablo II: ir ahí donde la gente vive, trabaja, sufre y muere. Él fue un gran impulsor de la Nueva Evangelización, y de la evangelización integral. También me ayudó en un inicio un consejo de mi acompañante espiritual: “Mira detrás de un ‘reboso’ o de un empresario hay un alma que ayudar en su fe, y eso es lo único que te debe movilizar”.
La renovación del Regnum Christi la he experimentado como el paso amoroso, purificador de Dios
Fuiste la iniciadora y la que proyectó Juventud y Familia Misionera. ¿Cómo nació esta iniciativa y qué frutos has visto a lo largo de los años?
Nació en México por los años 86, al constatar cómo las sectas estaban invadiendo y confundiendo la fe sencilla en muchos pueblos y zonas del país. En un inicio fuimos a ofrecer nuestro apoyo con evangelización a algunos obispos, y ellos nos fueron enviando a varios pueblos. Por nuestra parte, a través de las secciones del Regnum Christi, fuimos organizando grupos de jóvenes formados y empezamos a ir a los pueblos, inspirados en la metodología que había seguido el obispo mexicano san Rafael Guízar y Valencia: visitar a las personas en sus casas, invitarlas a actividades de formación en las tardes, dividiendo a los grupos —niños, adolescentes, jóvenes y adultos—, y luego ofrecíamos la participación en alguna devoción popular: rezo del Rosario por las calles (a veces hacíamos el Rosario de la Aurora), procesión y adoración al Santísimo, rezo del Vía Crucis, etc., que tanto ha alimentado la fe de los pueblos, y terminábamos con la celebración de la Eucaristía. Hasta que fuimos elaborando nuestros propios materiales, nos apoyamos en los de los salesianos, que eran estupendos.

¿Qué impacto tuvo esta experiencia en quienes participaron como misioneros?
El fruto fue siendo muy positivo tanto para los misionados como para los misioneros, que experimentaban cómo el misionar les había dejado cuatro frutos: el humano, al valorar lo que tenían en sus casas al convivir a veces con realidades muy precarias; la formación en su fe, al ver la importancia de seguir conociéndola al tener que defenderla y explicarla; el apostólico, al descubrir lo que podían hacer por su prójimo en esos días de misiones, cuando a veces lo perdían ociosamente; y el último, que es el más importante, el bien espiritual que les hacía a ellos mismos al acercarse más a la amistad con Cristo y a los sacramentos.
Cristo es la verdadera vida: no tienes que doparte para experimentarte pleno y verdaderamente feliz
¿Cómo fue evolucionando el proyecto y qué pasos se dieron para consolidarlo?
Estos grupos crecieron de forma exponencial y, en mayo de 1993, organizamos una gran misión de cinco días en las periferias de la Ciudad de México. Recuerdo que uno de los participantes me comentó: “No sabía que tenía tanto guardado en mi despensa interior, y ha hecho falta ponerlo en práctica para darme cuenta de lo empolvado que estaba por no usarlo”.
En el año 1994 lanzamos la primera Megamisión, y fue el año en que nació Familia Misionera, que coincidió con el primer Año Internacional de la Familia, a propuesta de san Juan Pablo II. A partir de este año empezamos con toda la institucionalización del apostolado: el uniforme misionero —identidad externa—, la organización por sedes, direcciones locales, etc. También la misa de envío misionero: “Con la fuerza del Espíritu Santo partían estos misioneros a zonas lejanas, llevando en su pecho la cruz como su único tesoro, en sus labios el Evangelio como única sabiduría, y en su corazón a Cristo como su único y supremo amor”.

Para nosotros, la formación integral de los misioneros —doctrinal, metodológica, humana, entre otras— siempre fue una prioridad. A partir de 1995, comenzamos a implementar proyectos de evangelización continuada en los pueblos que habíamos misionado. Adoptábamos un pueblo por un período de tres años y lo visitábamos una vez al mes, realizando misiones médicas, en cárceles, musicales, entre otras. Personalmente, fue muy enriquecedor y edificante colaborar con los párrocos y sacerdotes locales. Con el apoyo de los sacerdotes legionarios de Cristo, les ofrecíamos seminarios de formación, ejercicios espirituales y diversas actividades formativas.
Lo que realmente me sorprendió fue ver cómo este apostolado se fue extendiendo a otros países. Nunca imaginé que sería tan bien recibido en Europa y en lugares como Estados Unidos y Canadá.

Después de tantos años de apostolado, ¿hay algún testimonio o experiencia que te haya marcado especialmente?
Creo está sobredicho: muchas con sacerdotes, y otra la respuesta de una joven de 23 años después de un día que la fuimos a visitar: estaba muy desanimada y le insistimos que al día siguiente la queríamos ver en las charlas: se presentó y nos dijo: “gracias porque me vinieron a ver ayer y me invitaron a las charlas, porque si no hoy estaríais celebrando mi entierro, pues en el bolsillo de mi delantal yo tenía unos polvos con los que me pensaba suicidar en la noche, y vosotros me distéis un motivo de esperanza”.
Desde que diste tu “sí” en 1975 hasta hoy, la vida consagrada en el Regnum Christi ha vivido un camino de renovación. ¿Cómo has experimentado este proceso?
Como un Padre que por amor corrige a sus hijos. Lo he experimentado como el paso amoroso, purificador de Dios que va reajustando todo lo que Él ama para que responda a lo que Él pensó para este carisma. Ha sido un camino no fácil, pero tenemos que agradecerle mucho a la Iglesia que ha estado a nuestro lado en todo momento y acompañándonos en toda la renovación hasta la aprobación de los Estatutos definitivos.
Después de 50 años de vida consagrada, ¿qué te sigue enamorando de esta vocación?
Jesucristo, mi centro, criterio y modelo de vida, su fidelidad. Ha sido todo un proceso desde el inicio de la seducción y llamado, y cómo Él por el amor que nos tiene nos va llevando a la plenitud y unión con Él.
Si pudieras dejar un mensaje a las nuevas generaciones que se plantean una vocación consagrada, ¿qué les dirías?
Hoy, en un mundo donde tantos jóvenes buscan referentes en fans, influencers y figuras pasajeras que a menudo los enajenan, yo les diría que se atrevan a tener como verdadero influencer a Cristo. Él es quien da sentido profundo a la vida. Nos dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Camino, porque quien lo sigue no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida; Verdad, porque no necesita adornos ni filtros, es auténtica y plena; y Vida, porque es la vida del alma, la única que llena de verdad, sin necesidad de anestesiarse para sentirse pleno o verdaderamente feliz. Cristo es el único que ha dado su vida por amor, un amor verdadero, por cada uno de nosotros.

Fuente: Regnum Christi España.