Mariana Ibáñez Díez es la actual directora territorial de las Consagradas del Regnum Christi del territorio de Europa. En la siguiente entrevista habla del discernimiento, una actitud ante la vida, una disposición interior a la escucha y un deseo sincero de descubrir por dónde va pasando Dios en nuestra historia. No como una técnica, sino una actividad del amor que busca el «más». En una cultura acelerada, discernir puede parecer poco práctico, pero es un acto de amor que conduce a decisiones más conscientes. Jesús mismo discernía escuchando al Padre. Para vivirlo en lo cotidiano, Mariana recomienda trabajar la interioridad, refrescar la memoria del corazón, permanecer en conversión y fomentar conversaciones en el Espíritu.
«Queremos que cada localidad asuma la responsabilidad de discernir su realidad para descubrir el Reino de Cristo allí presente y hacerlo emerger, que localmente se decida la forma concreta de llevar a cabo la misión. Fieles al carisma recibido buscamos adaptar los métodos y procedimientos a la diversidad de los caminos» (Comunicado Convención General Ordinaria 2024).
¿Qué es el discernimiento?
No me atrevería, en un espacio breve como este, a explicar en profundidad qué significa el discernimiento. Sería pretencioso, sobre todo considerando que tantos santos y santas, autores cristianos —e incluso autores de la literatura secular— han dedicado páginas enteras a intentar iluminar esta realidad. Aun así, quizá puedo ofrecer algunas pautas sencillas que nos ayuden a acercarnos a este misterio, no como una técnica, una metodología o una receta, sino más bien como una actitud ante la vida: una manera de ser, un modo de estar verdaderamente “presentes”, una disposición interior a la escucha, y un deseo sincero de descubrir por dónde va pasando el Señor en nuestra historia.
Es una declaración de nuestra esencial relacional, del saber que estamos profundamente vinculados con “Alguien” que nos ama, nos conoce, nos sueña, nos envía y nos llama a realizarnos en el encuentro y comunión con los demás. En el fondo, discernir es entrar en una dinámica en la que le devolvemos a Dios la iniciativa: le hacemos preguntas, le pedimos que se nos revele, y permanecemos atentos a las mediaciones a través de las cuales Él nos habla: la conciencia, la Palabra, la realidad, la voz del hermano, el rostro del pobre…
Esta actitud ante la vida, como bien señala el documento final del Sínodo, también presupone “libertad interior, humildad, oración, confianza mutua, apertura a la novedad y abandono a la voluntad de Dios” (nº82). En el fondo, es una actitud del amor, que brota del amor, y lleva al amor. Es vivir conectados con los anhelos más profundos y fundantes que llevamos en el corazón. Una de las definiciones que más me gusta sobre el discernimiento y que me ha marcado profundamente es la siguiente: «Discernir es un movimiento o actividad del amor que busca el “más”. Inherente al amor auténtico porque todo amor auténtico busca el más: más amar, más servir, más ayudar, más complacer, más identificarse… El amor auténtico y vivo es dinámico y el discernimiento es parte de esa dinámica inherente al amor. Discernir es actividad de búsqueda de cómo amar más y mejor, de cómo acertar más en el amor, de cómo identificarse más con Aquel a quien se ama por encima de todo» (Dario Mollá Llacer, sj. Ex Superior Provincial de la Provincia de Aragón de los jesuitas. Revista CONFER, Volumen 43. Número 167, pp 471-485).

Y aquí hago un nexo con nuestra propia espiritualidad: si el deseo más grande del apóstol del Reino es que Cristo reine en los corazones, entonces, buscamos que poco a poco nuestro corazón se vaya configurando con el Suyo y «nos dejamos penetrar por el amor de Cristo hacia la humanidad». (Estatutos de la Federación Nº13), en un deseo profundo de identificarnos con el Corazón que más ha amado, más ha complacido a su Padre, más ha pasado su vida entera haciendo el Bien.
¿Cómo puede vivir alguien el discernimiento en una sociedad que premia más las respuestas aceleradas eficientes?
Diría que es cierto que hoy la sociedad tiende a imponernos un ritmo acelerado, y da la impresión de que se valora lo inmediato, lo rápido y lo eficiente. Sin embargo, también es verdad que esa prisa muchas veces nos lleva a la confusión, al vacío, y lo que parece orientarnos hacia la eficiencia termina dejando rastros de nerviosismo, insatisfacción y superficialidad.
Entiendo que el discernimiento podría parecer, a primera vista, como un proceso que ralentiza las decisiones o como un proceso que pertenece exclusivamente al ámbito de la vida espiritual o como algo que se hace solo en ciertos momentos o etapas de la vida. Pero, en realidad, cuando se vive bien, actúa como un verdadero catalizador. Si queremos usar ese lenguaje, podríamos decir que el discernimiento aporta una “mayor eficacia”, en tanto conduce a decisiones más conscientes, más integradas, con mayor comprensión de los factores implicados y, por tanto, más orientadas a un buen resultado. Además, una persona que se ejercita en el discernimiento se mantiene en un cierto dinamismo interior más “despierto”, más atento a percibir lo que sucede en su entorno.
De todos modos, creo que la mejor respuesta a esta tensión entre rapidez, eficacia y profundidad nos la da el mismo Jesús a través del misterio de la Encarnación: El Dios eterno, infinito y todopoderoso decide entrar en el mundo, abrazar la naturaleza humana, asumir los límites del tiempo, del ritmo, del hacer, de las coordenadas físicas. Dios mismo, para “conseguir el más grande triunfo” —nuestra redención— elige un camino específico: Jesús. Con su vida, sus palabras y sus decisiones, nos introduce en una lógica completamente distinta: la lógica del Reino. Una lógica que valora el tiempo, lo pequeño, lo frágil, la espera, el servicio… un dinamismo que rompe con las prerrogativas y exigencias que muchas veces nos agobian o condicionan.

En esta misma línea, Henri Nouwen, en su libro Signos de vida, hace una preciosa distinción entre fecundidad y productividad. Dice que vivir una vida fecunda —que no necesariamente exitosa ni productiva en términos mundanos— implica abrirse al misterio de la vida, a la vulnerabilidad y a la paciencia. La productividad puede reflejar nuestro intento de controlar todo, mientras que la fecundidad se manifiesta cuando nos atrevemos a dejar que la vida nos hable desde dentro, con sus propios ritmos. La fecundidad, como cualidad del amor, pertenece al ámbito de lo imprevisible, lo indefinible y lo gratuito. En este sentido, el nº 9 de los Estatutos de la Federación nos recuerdan que el Reino de Cristo es un don y no se puede construir con las solas fuerzas humanas, y por ello buscamos permanecer siempre en comunión con Cristo y con su Iglesia, como el sarmiento en la vid (cf. Jn 15, 5). Y el Comunicado final de la Convención General del Regnum Christi encierra semillas proféticas y mensajes profundamente significativos que, como miembros del Regnum Christi, estamos llamados a desentrañar, encarnar y hacer vida poco a poco. Nos advierte de este preciso sofisma mencionándola como una tentación para el apóstol que, quizá buscando aceptación, reconocimiento, éxito, se olvida que “aunque estamos en el mundo, somos de Cristo”, y nos invita a reconocer la primacía de los medios sobrenaturales para orientar nuestra misión apostólica.
¿Cómo encontrar un equilibrio para no caer en la trampa dedicar poco tiempo a discernir porque implica detenerse, analizar, crear espacios de reflexión, incluso que pueda llegar a cansar?
Vale la pena tomarse la vida con profundidad y conciencia, intentando vivirla con autenticidad. Cuando reconocemos que la vida es un don, que el tiempo, los talentos, los sueños y los deseos de bien también lo son, entonces empezamos a vivir con los pies en la tierra, pero con el corazón abierto al horizonte, buscando encontrar perspectiva. Discernir implica justamente eso: pararse, tomar distancia, reconocer que lo que llevamos entre manos no nos pertenece, que no estamos gestionando una empresa ni ejecutando un proyecto propio. Requiere humildad para sabernos portadores de algo que nos supera, servidores en la viña del Señor… una viña que es Suya, y que por misericordia nos la confía.
Por eso, el discernimiento nace de una actitud de humildad, de realismo, de escucha atenta y de reconocimiento sincero de nuestra fragilidad. Es verdad que vivir con esta apertura a la voz del Señor puede parecer cansado o poco práctico, especialmente en una cultura acelerada. Pero me atrevería a decir que muchas veces el verdadero cansancio no proviene del discernimiento, sino de la fatiga que deja el actuar sin claridad, el quedarse anclado en el propio parecer, sin abrirse al consenso en medio de tensiones no resueltas.
Entonces podríamos decir que “perder tiempo discerniendo” es un acto de amor y quizá el mayor servicio que podemos aportar para responder con fidelidad a la misión de la Iglesia. Así nos lo recuerda la Gaudium et Spes Nº4: «Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza».
El documento final del reciente Sínodo Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión subraya con claridad que la sinodalidad es una dimensión esencial e inseparable de la Iglesia. En su camino, la Iglesia va adquiriendo una conciencia cada vez más profunda de lo que esta realidad implica. Como señala el propio documento: «La sinodalidad… orientada a la misión, implica reunirse en asamblea en los diferentes niveles de la vida eclesial, la escucha recíproca, el diálogo, el discernimiento comunitario, llegar a un consenso como expresión de la presencia de Cristo en el Espíritu, y la toma de decisiones en una corresponsabilidad diferenciada» (n. 28, Documento Final de la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos). Si la sinodalidad forma parte del ser mismo de la Iglesia, entonces es clave que cada uno de sus miembros la asuma con seriedad y compromiso, aprendiendo a vivir como un “sujeto discerniente” al servicio de una Iglesia que camina unida, escucha, y busca juntos la voluntad de Dios.

¿Cómo saber el momento para actuar, dar el paso, sin extender el discernimiento más de lo necesario?
Además de lo mencionado previamente, el discernimiento debe entenderse como un estilo y actitud ante la vida que no se limita a un momento puntual ni a una acción concreta, sino que abarca la totalidad de la existencia. Es una vida transfigurada por aquellos que desean vivirla en su plenitud: una vida recibida y compartida, una misión recibida y entregada. En este sentido, el discernimiento no es un fin en sí mismo, sino un medio que nos orienta en la búsqueda de la mejor manera de actuar, de hacer eco del corazón de Dios. Por lo tanto, no vería una contradicción o exclusión entre discernir y actuar, sino que el discernimiento es necesario para actuar mejor, para decidir con mayor claridad, para vivir de manera más plena y para más amar.
El documento del sínodo también aborda el discernimiento eclesial, vinculado a otros medios que facilitan el recorrido del camino, como el cuidado de los procesos decisionales, el compromiso de rendir cuentas sobre el trabajo realizado y la evaluación de los resultados de lo decidido. En este contexto, se explica que estas tres prácticas están profundamente relacionadas: «Los procesos de toma de decisiones requieren un discernimiento eclesial, que exige escuchar en un clima de confianza, favorecido por la transparencia y la rendición de cuentas. La confianza debe ser recíproca: los responsables de la toma de decisiones deben ser capaces de confiar y escuchar al Pueblo de Dios, que a su vez debe confiar en aquellos que ejercen la autoridad. Esta visión integral subraya que cada una de estas prácticas depende mutuamente y se apoya entre sí, sirviendo a la capacidad de la Iglesia para cumplir su misión» (nº 80).
¿Qué medios recomiendas para discernir en la vida cotidiana?
Además de la familiaridad con la Palabra de Dios y la proximidad a la Eucaristía, podrían ayudar los siguientes caminos:
Contemplar la vida de Jesús desde la perspectiva del discernimiento
Él es quien da vida y profundidad a la expresión del Shemá “escucha” Israel. Su vida misma es un acto continuo de discernimiento, en el cual, al escuchar la voz del Padre, orienta toda su existencia hacia el bien, buscando siempre agradarlo en cada pensamiento, palabra y obra. Lo vemos, por ejemplo, cuando se retira a orar al monte antes de tomar decisiones importantes, como la elección de sus primeros discípulos, o cuando se deja conducir al desierto por el Espíritu. También en su capacidad de detenerse ante lo inesperado: como cuando se deja interrumpir por la mujer que le toca el manto y provoca un milagro, a pesar de que iba camino a la casa de Jairo. O cuando, ante la mujer acusada de adulterio, se toma un tiempo de silencio mientras escribe en la arena, antes de responder con sabiduría y misericordia. Su mirada atenta y amorosa hacia cada persona, a veces actuando con un milagro y otras veces simplemente con una palabra o una presencia. Cada episodio de su vida nos revela su profunda sensibilidad y el deseo de escuchar al Padre en todo momento.

Refrescar la memoria del corazón
Uno de los medios más prácticos para hacerlo es recordar que Dios está siempre presente, camina entre nosotros, actúa en nuestras vidas y nada se le escapa. Hay “lugares teologales” muy cercanos donde Él nos habla. Una manera de conectar con esto es buscar momentos específicos para hacer una “lectura orante” o un “examen” de lo que el Señor va haciendo en nuestra vida. Es una práctica ignaciana que nos ayuda a descubrir las bendiciones de Dios en lo cotidiano, observando lo que se mueve en nuestro interior. Al mismo tiempo, podemos aprender a reconocer los frutos del Espíritu que surgen a través del discernimiento: paz profunda, alegría duradera, amor ardiente.
Trabajar la interioridad
La transformación nace en lo profundo del corazón, el crecimiento del Reino de Dios comienza desde dentro y del interior sale hacia fuera. Es en la interioridad donde el Reino encuentra terreno fértil para crecer por sí mismo. Pero solemos vivir más en la periferia, en lo inmediato, en el ámbito de las preocupaciones del mundo, las distracciones, las falsas promesas. La interioridad, a diferencia de la mala hierba (individualismo, protagonismo, desconfianza, vanidad…), no crece sola: hay que cultivarla. Por eso, trabajar la interioridad es también cultivar —como en un jardín— ese estilo discerniente del que hablamos al inicio. Se trata de mantenerse fresco, blando, permeable… “en forma” para adquirir una familiaridad con el Señor y descansar nuestro corazón en El.
Permanecer en continua conversión
Volver una y otra vez el rostro a Dios, reenfocar nuestra mirada, reconocer nuestras distracciones y, con humildad, reencaminarse hacia Él. La vida es dinámica, y precisamente por eso estamos llamados a buscar, en cada momento, la forma concreta de responder a Dios desde nuestra realidad cotidiana. En este contexto, es importante recordar que lo malo no se discierne, simplemente se evita. El discernimiento no se mueve principalmente en el terreno de lo moral, sino en una dimensión más sutil y profunda: aquella que se pregunta con honestidad y apertura qué es lo mejor para mí hoy, qué opción me acerca más a mi fin, a mis deseos fundantes, a mi plenitud, a Dios.
Fomentar en grupo las llamadas “conversaciones en el Espíritu”
Estas quedan muy bien descritas en el nº 45 del documento final del Sínodo. Son espacios en los que no solo se comparte lo que uno piensa, ni se reafirma la propia postura, sino que se comparte lo que se ora, lo que se discierne en el corazón. Son conversaciones que ayudan en momentos de preparar una toma de decisión, de atender adecuadamente un conflicto o “nudo”, de poder disponer al grupo para un “siguiente paso posible”. Son ocasiones extraordinarias para ejercitar la escucha atenta, familiarizarse con la voz del Señor que habla y se manifiesta en medio del grupo, y permitir así que la comunidad se construya desde lo profundo, lo vulnerable y lo auténtico.

Mariana Ibáñez Díez, nació el 28 de octubre de 1971 en México, de familia española y la menor de tres hermanos. Se consagró a Dios en el Regnum Christi el 24 de agosto de 1992 y actualmente es la directora territorial de las consagradas en el territorio de Europa.
Este artículo fue publicado originalmente por Regnum Christi.